jueves, 24 de febrero de 2011

Brujas

—Para practicar vudú y manipular esos fetiches humanoides, antes, deberías saber ciertas cosas— dijo -casi en un susurro- la abuela Nicomedes. Pero yo la oí y en ese preciso instante, confirmé, definitivamente, mis dotes de bruja. Fue entonces, que previo acuerdo del pago -dos cigarritos y un chupito de aguardiente por cada clase- comenzó la doctrina. A escondidas, comenzamos a reunirnos por las noches, en las que me iba desvelando teorías herméticas. Habló de la piedra filosofal, de la materia quinta esenciada, de ancestrales alquimistas… Yo atendía, presa del encantamiento de su voz aunque esperaba con ansias algún tipo de liturgia. —Ya llegará la iniciación -decía- En ceremonia de alta magia blanca— y repetía: “Luna nueva bendita, con tus cuatro cuartos crecientes, en tus idas y venidas, tráeme muchas de éstas semillas”

Anoche, mientras escribía este relato, caí en un sueño profundo, hasta que la abuela Nico, cual tromba, irrumpió en la sala:

—Nena, ¡despierta! Es viernes ¡Son las vísperas de Halloween! ¡Ya es la hora! ¡Y por favor, llámame Carmen, gurisa!... que de no haber muerto, nadie, nunca jamás, hubiese sabido que me llamaba Nicomedes—

En recuerdo de mi abuela Carmen
-que no conocí- Se bautizó a sí misma:
Carmen Cajes. A su muerte,
se supo que en verdad,
se llamaba Nicomedes Zaragoza.
No era bruja, yo sí.

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